Apología del delito: Una Reflexión a Propósito de lo ocurrido en Texcoco

Por Alfonso Ángeles
México: Un país que llora a sus hijos asesinados o desaparecidos, pero que canta, admira e idolatra a los asesinos a través de los corridos tumbados y bélicos. ¡Qué cosa tan terrible vivimos actualmente!
Un país que idolatra al verdugo, convirtiendo al criminal en ídolo —llevándolo incluso al altar—, mientras critica y condena a quien triunfa con esfuerzo, trabajo y disciplina. ¿Qué diablos le pasa a la juventud que venera a la muerte, al desalmado, al asesino, al narcotraficante, al jefe de plaza? Que corea sus canciones como mantras, que los invita a drogarse y a verlos como héroes.
Mientras las madres buscadoras claman por sus hijos desaparecidos, se ensalza a quienes muy probablemente los asesinaron. ¿En qué clase de sociedad nos estamos convirtiendo? ¿Qué demonios habita en el imaginario de los jóvenes, que enloquecen al escuchar música que hace apología del delito? ¿Qué significado encuentran en esas letras? ¿Qué inspiración los lleva a adoptar los estereotipos de esos personajes?
La respuesta es incómoda: la sociedad ha normalizado el crimen. Para muchos jóvenes, los asesinatos, las drogas y la impunidad son parte de su identidad. Cantan canciones sobre narcos sin saber multiplicar, pero memorizan cada verso donde el delincuente es un dios omnipotente, temido y respetado.
¿De quién es la culpa? Es cruel, pero es de todos. Hemos permitido que el crimen sea una aspiración, que robar sea más valorado que estudiar. ¿Por qué un maestro gana 15 mil pesos quincenales, mientras un criminal obtiene eso en días? Eso es lo que atrae a muchos: dinero fácil, lujos e impunidad.
Cuando normalizamos lo deleznable, nos convertimos en cómplices. No hemos frenado los feminicidios, las desapariciones o los muertos que son heridas abiertas del país. Lo ocurrido hace días en Texcoco —donde se glorificó al asesino y se tachó de “traidor” al cantante que rechazó los corridos bélicos— es el reflejo de esta contradicción.
Nuestra sociedad debe decidir: ¿seguir llorando a los muertos o seguir cantando himnos a sus verdugos? Vivimos en un mundo al revés: lamentamos las víctimas, pero coreamos las hazañas de quienes las destruyen.