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Los Rostros del Poder. Una taxonomía política según sus rémoras

Los Rostros del Poder. Una taxonomía política según sus rémoras
  • Publicadomarzo 7, 2025

La política, como escenario de luces y sombras, se nutre de perfiles diversos. Cada actor encarna intereses, estrategias y contradicciones que definen su huella en la esfera pública. Desde la distancia crítica, es posible trazar una tipología de esos “políticos por herencia” no genética, sino de prácticas que hoy protagonizan el tablero del poder.

Comenzaré clasificando, desde mi perspectiva, a los diferentes políticos:

El político empresario

Es el que convierte la gestión pública en una extensión de su currículum corporativo. Su discurso se viste de eficiencia y pragmatismo, pero su brújula moral suele apuntar hacia alianzas con lobbies o desregulaciones convenientes (Crouch, 2004). Ejerce el cargo como un CEO, midiendo éxitos en indicadores económicos, no sociales. Su rémora: confundir el bien común con la rentabilidad (Stiglitz, 2019).

El político funcionario

Ascendió desde la burocracia estatal. Conoce los formularios, los pliegos y los códigos administrativos mejor que a sus votantes. Es técnico, metódico, pero a menudo carece de audacia o visión transformadora. Su fuerza es la estabilidad; su debilidad, la resistencia al cambio (Weber, 1922). Un sobreviviente de los cambios de gobierno, aunque rara vez un líder.

El político de territorio

Su capital es el arraigo local. Sabe los nombres de los alcaldes, los problemas de los barrios y los atajos del clientelismo. Negocia apoyos a cambio de obras o prebendas, consolidando feudos casi medievales (O’Donnell, 1993). Es imprescindible en las coaliciones, pero su miopía nacional lo condena a ser pieza secundaria en el ajedrez grande.

El político activista social

Llegó a las instituciones tras años en las trincheras de las marchas o las ONG. Habla de “pueblos”, “luchas” y “dignidad”, pero corre el riesgo de diluir su esencia entre compromisos partidistas (Tilly, 2004). Su virtud es la autenticidad; su trampa, la ingenuidad ante las maquinarias del poder. Cuando triunfa, humaniza la política; cuando fracasa, se convierte en un eslogan vacío (Mouffe, 2018).

El político cacique (o el político tradicionalista comunitario)

En Hidalgo, donde persisten estructuras rurales arraigadas y redes de poder ancestrales, emerge este perfil. Es el guardián de un sistema híbrido: mezcla de usos y costumbres con pragmatismo político moderno (García, 2015). Suele ser un líder local, a veces con raíces indígenas, que ejerce influencia en municipios o comunidades marginadas, donde el Estado brilla por su ausencia. Su autoridad no proviene solo de las urnas, sino de un reconocimiento social tejido a través de décadas (o siglos) de control sobre tierras, agua o proyectos sociales (Fox, 1994).

El político partidista

Vive y respira las siglas de su organización. Su ideología es un manual inamovible; su lealtad, inquebrantable… incluso ante escándalos o errores (Duverger, 1957). Para él, la política es un deporte de equipos: ganar o perder, nunca dialogar. Es el soldado perfecto, pero también el obstáculo para consensos urgentes.

El apolítico

Ironía pura. Suele autoproclamarse “outsider”, criticando “la casta” mientras usa su influencia (mediática, económica o familiar) para acceder al poder. Desprecia los rituales democráticos, pero se beneficia de ellos (Levitsky & Ziblatt, 2018). Su peligro: reducir la política a un espectáculo de marketing, donde el contenido es sustituido por frases virales (Mair, 2013).

El político de familia

Pertenece a una dinastía. Su apellido abre puertas, pero también carga con fantasmas del pasado (corrupción, nepotismo, promesas incumplidas). Hereda votos fieles, pero también el peso de comparaciones incómodas. Ejemplos abundan: desde los Kennedy latinoamericanos hasta los hijos de exmandatarios que repiten guiones sin cuestionarlos (Camp, 2010).

El político con padrino

No necesita un apellido ilustre, pero sí un “mentor” en un cargo superior. Su ascenso depende de lealtades personales, no de méritos. Es el pupilo que escala por obediencia, no por talento (Krauze, 2012). En gobiernos autoritarios, este modelo reproduce jerarquías opacas donde el poder se concentra en círculos íntimos (Linz, 2000).

Estos arquetipos no son excluyentes, un “político de familia” puede ser también “empresario”, o un “activista” mutar en “partidista” pero revelan las grietas y los cimientos del sistema. La democracia necesita renovar sus elencos: menos rémoras de poder y más líderes que entiendan que gobernar no es administrar intereses, sino transformar realidades (Dahl, 1989). Mientras tanto, los ciudadanos seguiremos descifrando sus máscaras.

Aldo Suah Islas Ruiz
Politólogo.

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